Quedarme en la casa familiar, en la de mi infancia, me ha llenado la cabeza de recuerdos, sobre todo agradables.
Ahí estamos, jugando beisbol en la calle cuando todavía nos dábamos el lujo de anunciar a grito pelado que amenazaba un coooooche…
Me voy matando en mis patines o en mi bicla sin que mis padres tuvieran la más pálida idea de lo salvaje y arriesgada que era.
Ahí, en pandilla, volándonos paletas heladas de una farmacia en la que sólo nos podía delatar el ojo humano.
El frontón, donde aprendí a jugar, donde dejé rodilla y tendón de Aquiles, donde disfruté de tantos partidos y partidas de madre.
Las carreritas que nos echábamos mi papá y yo, aquél con gesto ambivalente la primera vez que le gané.
Doña Trini, la señora con personalidad que se picaba el ombligo con mi madre, entre otras cosas porque adoraba a Inés (mi segunda hermana, paralítica cerebral, quien murió antes de cumplir los seis años) y porque mientras filosofaban succionaba con fruición sus cigarrillos Salem. Ella, con el jesús en la boca, pudo articular un “ave maría” cuando me vio caer del techo de asbesto que cubría el lavadero.
Ahí mi queridísima Sami —mujer leal, juguetona y analfabeta que nos regaló 25 años de su vida—, con sus “casadillas” (quesadillas), sus “espantasmas” (fantasmas), su dientista (¡eso es lógica pura!), su “l’eromita” (el aromita) y su “cadi quen” (cada quién).
Mi cancha de basket, donde pasé tantas tardes sin preocuparme por hacer la tarea…
El planchador, mi escondite predilecto para hacer valer el mal de perrera.
Mis festejos de cumpleaños precisamente en la temporada en que a mi papá se le ocurría abonar el pasto.
El árbol torcido donde me encaramé años y años para platicar, comer, reír, llorar e intentar resolver el mundo con mi primera amiga.
La «casa de los chinos” —¿por qué le habremos puesto así a una banqueta con círculos?—, el «camioncito azul” —bicicleta en la que Aline pasaba por mí para dar el rol—, “la casa del cerdo” —forma irreverente de referirnos a una tienda de deportes cuya vendedora era gorda—. Pobre mujer, ¡si hubiera sospechado que unas escuinclas decían: “Nos vemos en 10 minutos en la casa del cerdo”!
Ahí la hermana que salía de «reven», se desmaquillaba, se ponía el piyama y abría la puerta de mi cuarto dizque con sigilo para pedirme que le hiciera un huequito. Yo accedía porque la quiero y porque no quería que el miedo le quitara lo enfiestado; además, aunque tengamos 65 y 67 años, a ella siempre le haré espacio en mi cama, con mayor razón ahora que no son individuales.
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Mis cenas opíparas después de hacer deporte… cual heliogábalo, podía comer seis salchichas rojas (eran Fud), dos o tres quesadillas y un plato de cereal. Ya no me cabe lo mismo, pero me niego a ser de las mujeres que comen como pajarito porque viven cuidando la línea o porque les da pena.
Éramos adolescentes sin prisa, sin celulares, sin FB, sin #tecnoreuniones de café, sin la vida periscopeada y tuiteada en instantáneas y acaso con una computadora Texas Instruments. En fin, nos distraían asuntos más tangibles; y lo mejor: podíamos sentirnos seguros y libres para conquistar la calle.