¿En boca cerrada no entran moscas?

Shhhhhh… Laargo, osado. Silencio que, tarde o temprano, me llevaría a cargar con la culpa. Pero, ¿acaso me importa? He vivido aquí casi 20 años, y solo lo convertí en «todos los hombres de mi vida». Mi protector, mi modelo, mi guía, mi tutor, mi títere, mi cómplice. Puede ser que hasta mi amante, pero eso nadie, nunca (o eso creo), podrá probarlo.

Me envalentonaron mis celos, envidia y rencor de tanto tiempo, así que no nada más decidí jugármela, sino ocultárselo y tirarle mierda, toda la que pudiera y con quien se dejara. Y sí, hubo quien me la compró. Me sentí poderosa y muy astuta cuando desafié el amor fraterno. Mi objetivo era embarrarla, calumniarla, hacerle daño.

Me salió el tiro por la culata. La Muerte me quitó a la persona más querida y manipulada por mí (¿eso, se llamará amor?). ¿Por qué, si yo misma dije que lo veía diferente, decidí cerrar la boca? Porque pensé que me vengaría; porque se lo arrancaría a Ella; porque creí que podía controlar las cosas; porque me sentí lo que jamás pude ser para mí misma: una diosa, pero una diosa rota y maltrecha, llena de gatos en la panza, de inseguridades, de odio, de cizaña, de complejos.

Cuánto mal hace cargar con todito lo que nos arrastra del pescuezo; cuánto dolor enquistado; cuánto muñeco de trapo mutilado por una supuesta huella de abandono. Hipócrita, manipuladora, engreída, egoísta, ingrata, grosera… Tengo el futuro que inventé ―fresca, dulce, coqueta, tierna, cariñosa, pura: una hoja en blanco… ¿me quedará tan grande como esas dos décadas?