Los padres de Sam viven del campo. El hijo, desde que tiene uso de razón, recuerda a Peter y a Claire embebidos en una enorme alberca verde y blanca que cuidaban con ahínco, ayudados por cuatro migrantes: dos mexicanos, un guatemalteco y un salvadoreño.
Desde niño se acostumbró a las conversaciones sobre la tierra, las estaciones del año, las fases lunares, la irrigación, e incluso a sentir miedo si el frío arreciaba durante el invierno. Se acuerda bien de Claire, junto a la estufa, preparando café cerca de las cinco de la mañana para agarrar calor antes de iniciar otra jornada de trabajo.
Sus primos Mark y Jacob vivían en Chicago, una ciudad hecha y derecha, y una vez al año los mandaban a visitar a sus tíos. La verdad es que se quedaban fríos cuando platicaban con Sam acerca de Muleshoe, una ciudad al noroeste de Texas, en lo que se conoce como South Plains. Pobre pariente, debía aburrirse como ostra en medio de la nada y sin hermanos.
Pero a Sam le importaba un pepino, él disfrutaba de la compañía de Chupirul, como le decían a la hija de Gonzalo Arrieta, uno de los mexicanos que trabajaba con su papá: inventaban juegos, regaban plantitas, imaginaban encuentros con vaqueros para volverse héroes, y de paso se iban haciendo bilingües.
Ahora, profesor universitario en Estados Unidos, México y Perú, Sam recordaba su infancia con nostalgia. Muleshoe había sido un hervidero de sueños, de aprendizajes, de tierra fértil, e incluso de un amor infantil. Aquéllo le daría el equipaje suficiente para asomar las narices a la vida.
Peter tenía 65 años y Claire 63. Eran un par de agricultores fuertes, sanos, agradecidos con esa tierra texana que aprendieron a conquistar y a nutrir para preparar una vejez, por lo menos hasta ese momento, sin muchos sobresaltos.
Sam, después de tanta pregunta a la luz de las estrellas, de tanta madrugada en duermevela, de tanto contacto con los migrantes que vivían al día y de tanta charla profunda con Chupirul, daba clases de filosofía y organizaba seminarios con colegas que vivían en Suiza, Italia, Dinamarca y Turquía.
Esa cautivadora alberca verdiblanca, además de algodón, le había permitido imaginar más allá del horizonte: ¿quién era ese chico pueblerino que prefería pasar horas hablando español en vez de andar en bicicleta?, ¿quiénes eran los señores que desde pequeños se habían consagrado al poder de la tierra?, ¿por qué la noche tapaba al día?, ¿cuántas estrellas valía la pena mirar?, ¿por qué el agua salpicada de resolana era el mejor regalo? El chiste es que Samuel Carlson era todo un maestro, dedicado a la enseñanza y a la investigación.
Se despidió de Chupirul, su morenita flaca, cuando tenía 17 años. Tuvieron que pasar otros 17 para que se dejara cautivar por otra mujer. Afrah Bathich era de origen musulmán. Se conocieron en la Universidad Técnica de Estambul y empezaron a hacer migas con facilidad, a pesar de que a Sam le llevó tiempo olvidar los ojos negros, las costillas y el pelo rizado de su niña mexicana.
Afrah le dio el tiro de gracia el día en que después del seminario sobre valores humanos le plantó un beso en la mejilla y lo miró con sus ojos jalados, transparentes, y dulces como los dátiles.
Poco tiempo después, en su natal Muleshoe, Samuel y Afrah estuvieron por primera vez solos en un cuarto. Primero se sentaron sobre la cama, después se miraron, luego sonrieron, y finalmente se besaron. Después de toda la ternura dejada en ese beso, Sam preguntó:
—Are you wearing Gossypium hirsutum lingerie?
—Excuse me?!
—Just kidding, I just want to tell you that I love you.