Dolor, San José… y algo de cabaret

Hoy se cumplen seis semanas de mi cirugía de hombro. Adiós cabestrillo, incluso durante la noche. El domingo 17 experimenté uno de los dolores más agudos de mi existencia, y eso que mi tolerancia al dolor es muy alta. Mi brazo derecho, con todo y dedo medio, hicieron alarde de su nada sutil presencia, clavándome un potentísimo aguijón desde el acromion, en la subida al cuello, hasta el codo, el antebrazo y la mano.  

Hoy, también, cuento 12 años de la partida de mi mamá, Mónica Josefina, en el día de su santo. Qué forma de retirarse: digna, tranquila y con una sonrisa que aceptaba la otredad, mientras la morfina le caracoleaba por un cuerpo exhausto.   

Les comparto tres de mis disímiles entretenimientos:

Escuché los 65 episodios de “Camino equivocado”, un podcast radionovela del que no me pude despegar. Casi desde el inicio tomé partido, así que el enganche funcionó a las mil maravillas; una serie y dos audiolibros protagonizados por RuPaul, un tipo hacedor, optimista, sensible e inteligente, quien se valió del mundo del Drag para enfrentar sus no pocos fantasmas, con sentido del humor y alegría; Sándor Márai y sus Diarios (1984-1989). Escritor húngaro exiliado a Estados Unidos. A los 88 años se dio un balazo en la sien: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora”.                 

Hasta la próxima.

Corte de caja

Hablar sobre la fugacidad del tiempo acabará siendo un lugar común. Así mi 2023.

Jekemir, en la primera cuadra de Prado Norte, se volvió un lugar irreemplazable. El café también, gracias a Vladimir. Hoy, esa zona es un hervidero de gente al que se suma un ejército de guardaespaldas que conducen autos que simulan tanquetas. 

Yo la recorría en bicicleta cuando los establecimientos todavía se podían contar con los dedos de las manos: el restaurante China Girl —de verdaderos chinos llegados de Asia—, la dulcería, los helados —La Michoacana, claro está—, flautas, tortas y aguas frescas La Delicia, y una farmacia, de esas donde había una máquina esquinada que por un peso revelaba el ídem.   

Encuentros y reencuentros, ninguno casual. Personas que nos alegran y que empiezan a echar raíces en el trompo chillador que es la vida.   

También hubo bajas, unas porque la muerte cercena el instante; otras, porque entendemos que el deseo de compartir no se fuerza.

La salud mental sigue hablándose en silencio. Yo la grito, lo cual no significa que sus redes me liberen.

Así las cosas, asado la casa —cada vez más pelona— y un nuevo ciclo —creo yo— para seguir creciendo.

Mis mejores deseos para quienes dejaron una pasada de ojos en las entretelas de algún retazo.

¡Hasta 2024!

Mi quid no está en el vestir

Viernes otra vez, en un abrir y cerrar de ojos. Me espera un nuevo episodio de #lapinchecomplejidad y su chef d’orchestre, @nicolasalvaradolector. De no ser por estos espacios, difícilmente escribiría sobre moda, códigos de vestimenta, la Gran Manzana y barrios que se consideran “[…] el ápex de lo trendy y lo fashion en México”; sí, Polanco, un “Punto en la esfera celeste […]” salido del tumbaburros.

Tengo criterio para vestir de acuerdo con el lugar, las circunstancias y la ocasión; sin embargo, el dress code dista de quitarme el sueño. Escuché un par de veces el podcast del 1 de diciembre —sigo a Nicolás desde que lo dio a luz— y, para mi sorpresa, aterricé donde nunca hubiera imaginado: en el Emily Post Institute. Se trata de un negocio familiar que desde 1922 brinda asesoría y recomendaciones sobre normas de etiqueta. Lejana a estos temas, me gusta aprender de lo que presenta Alvarado.

Empecemos con Zach Weiss, consultor de marca, editor, diseñador, colaborador de la revista Vogue. ¿Qué creen? (uy, me vibré como Pati Chapoy, la imprescindible [¿impresentable?] del chismorreo). Este 2023 lo invitaron al Festival de Cannes y llegó “maravillosamente bien vestido”, con todos los apéndices del código black tie, aunque con un saco floreado: VERBOTEN!

Aclara Nicolás que black tie es una expresión inglesa que hace referencia al esmoquin, prenda de etiqueta que debe ser negra o “casi negra”, color, me entero, que se conoce como midnight blue. Total, que dadas las conexiones top del señor Weiss, participó con tersura en la 76 edición de semejante aparador fílmico. Por cierto, este influencer también se jacta de haber sido la primera persona que nadó en el spa Asaya del ultra lujoso hotel Rosewood Hong Kong.

También supe de la existencia de Richard Thompson Ford, quien a ras de la segunda década del siglo XXI fue elegido por la revista Esquire —dirigida al público masculino desde 1933— como el “Best Dressed Real Man of 2009”. Hombre “de a pie” — abogado y profesor de la Facultad de Derecho de Stanford— que se distingue por vestir bien. Alvarado, sospecho que para los “fashionistas” (yo no lo soy), recomienda su libro Dress Codes: How the Laws of Fashion Made History.

La pinche complejidad, que sí puede ser bien pinche, complejizó algunas de mis ideas…  

¿En serio tres angloparlantes “con flip-flops comprados en drugstores” lograron distraer de “la” experiencia y el storytelling del restaurante Rosetta a Nicolás y a su prima non plus ultra? Quiero creer que los portadores de tan horrendas chanclas, como los nostálgicos de códigos vestimentarios, apetecían lo mismo: disfrutar de los excelsos guisos de Elena Reygadas, recién nombrada World’s Best Female Chef 2023.

Suele quedarme claro que somos imperfectos y que pulirnos constituye una responsabilidad personal consciente. Por eso abrí los ojos grandes cuando, en “Dress Codes”, Nicolás habló de su “básicamente perfecta” prima “neoyorquina”. ¿Bastan una carrera exitosa, trabajar y vivir en Nueva York —en el Upper West Side, un barrio de Manhattan entre Central Park y el río Hudson—, tener un marido financiero y dos hijas estudiantes de la Universidad de Cornell?     

Para hacerle justicia a #lapinchecomplejidad de inicios del duodécimo mes del año, también me eché la embarradita del pleito entre @virroylola, antes fuera de mi sistema, a pesar de ser influencers, productores, fotógrafos y más… Coincidí con la postura de ambos. Lola abogó por un justo e incluyente “o todos coludos o todos rabones», en tanto que Virro se inclinó por no “aguar la fiesta”, ser más light y evitar “hacerla de pedo”. Si escuchan ese podcast se van a enterar del porqué de la controversia.

Difiero de Alvarado en cuanto a que en el merequetengue subyace que “el hombre es un ente productivo y la mujer no”; lo secundo cuando enfatiza que se tiende a sexualizar a las mujeres. Si no, ¿por qué sigue siendo garbanzo de a libra que a un varón se le vea totalmente encueros en pantallas que no sólo exhiben pelis porno?

Nicolás compartió un planteamiento de Richard Thompson Ford y quiero señalar que yo también iría feliz a un lugar donde cada quien usara, indistintamente y sin restricciones de género, faldas, tacones, sacos y corbatas.   

En fin, voy pro Virro cuando dice que los códigos son interpretables; a favor de Lola en cuanto que deben ser precisos y específicos.

Cést tout, ¡pinche complejidad!

*Ojo, hay citas textuales, expresiones y términos usados por Nicolás Alvarado. Nada es fusil. Los dichos también van entrecomillados.

Las pulgas de don Roperazo

Toman otro rumbo. Se van, e ignoro si secretamente eligen su derrotero, pero es para navegar otras aguas con las que contar nuevas historias. Se convierten en libros con páginas por escribir y también en un cúmulo de interpretaciones posibles. Algunos guardan los secretos de más de un siglo y puede ser que otros apenas lleguen a los 40, pero el cambio de manos les regala vida, tiempo y posibilidades.

¿Por dónde anduvieron?, ¿qué tanto husmearon en la casa de los abuelos de la Roma?, ¿lograron descifrar lo innombrable?, ¿quién espiaba a quién?, ¿se embebieron de los aires conventuales de la madre? ¿Y los de Tres Picos?, ¿se acoplaron a una escritora coja, a un notario epiléptico y a la muerte de cuatro hijos?, ¿intuyeron lo que sucedería en uno de los cuartos de baño de la planta alta?

¿Atestiguaron, en fin, pactos de sangre, mentiras, promesas incumplidas, traiciones o existencias ocultas? Incluso unos cuantos deben haber pertenecido a bisabuelos y tatarabuelos, así que vienen de lejos y cada cual con su pátina. 

La lámpara de cabecera y el pequeño reloj circular se van a Bélgica. Vicente, tipo interesante; tatuado, con aretes y varios anillos, de inmediato puso el ojo en una pluma Cross y en un “frijol” —por no decir huevo— de madera. Enfatizó que colocaría la pluma en la oficina del hotel que tiene en Tepotzotlán. Elena, por su parte, le dio lustre al pez de cerámica austríaca que siempre percibí entre bambalinas. 

Hace poco encontré una vajilla que estuvo guardada cerca de 12 años. Pintada con florecitas negras, o sea, ¡cero mi gusto! El chiste es que, con harta maña, tenía un papelito pegado en el que se leía “vajilla F”, decisión unilateral de mi hermana. Aunque “me pertenecía”, se fue con una señora que irradiaba alegría e ilusión nada más de pensar en cómo luciría sobre la mesa y con los platos servidos.

Para mi satisfacción, también el personaje quijotesco —alto y enjuto—, Arturo, se acercó al tenderete. Dueño de una casa antigua en la calla de Francisco Sosa, en Coyoacán, se llevó la copia de un Tiziano en la que el bueno de Alberto Lezama retrató al papa Paulo III.

Como hice alusión al “Lugar de Coyotes”, del náhuatl, les cuento que los primeros en dejarse venir, cual marabunta, fueron los susodichos. Preguntaron al mismo tiempo e hicieron alharaca con la finalidad de distraer a los marchantes, que andaban ocupados con el montaje del puesto número 24.

Lo sucedido con los discos compactos —música clásica de la mejor calidad, no pirata, y monumentales compositores y directores— y las películas fue otro cantar. Apareció Raúl, cayotín que claramente iba a revender el contenido de tres bolsas grandes de plástico y una cajota.

—Se lleva todo en $2 000.                

—Le doy $1 100.

—Nel. Todos los discos son originales, a usted ni le gusta la música clásica, y además va a sacar más lana con la reventa.   

—$1 200.

—Ya le dije que no, lo menos son 2. Es una ganga por todo lo que se va a llevar, así que no le haga…

—Voy a dar una vuelta y regreso.

Nadie más se fijó en ese cargamento, así que quedaba claro que si Raúl volvía iba a tener que “bajarle”. El tiempo pasaba y, de repente, ¡»tiburón a la vista”.

—¿Tons qué?

—¿Qué de qué?

—$1 200.

—Ah, qué necio es. No le voy a regalar la colección de mi papá.

—Ps’ ya de seguro hasta vendió algunos.

—Mire, Raúl, la gente ha preguntado y no vendí porque usted fue el primer interesado. Yo sí tengo palabra.

—Yaaaa, que sean $1 200.

—A ver, así se la pongo, llévese el tambache en $1 500.

No quería quedarme con ellos y sabía que se iba a animar.

—$1 300.

—No, $1 500. ¡Ya qué le piensa, Raúl!

—$1 400.

—Ay, por favor, ya suelte los 100 pesos y todos contentos.

—Ps’ pa’ la gasolina…

—Bueno, pero usted qué bárbaro, ¿eh? Ni necesita pa’ gasolina y sabe bien que va a tener ganancia. La que está vendiendo barato soy yo. Se pasa, Raúl, ya nada más diga que sí…

—‘ta, pues, $1 500.

—¿Ya ve?, ¡santas pascuas! Ándele, ya ahueque el ala con todo.    

Una experiencia para soltar y abrirles la puerta a objetos que no elegimos, pero que ocuparon un espacio en la casa familiar. Objetos que crearon ambientes eclécticos. Objetos que le dieron personalidad, calidez, aplomo y cohesión al conjunto. Cohesión que no hallo en los parajes de Carlos Slim, más bien fríos, inhóspitos, megalómanos y plagados de edificios-enjambre.

Hasta la próxima, ¡ya en diciembre!

Límites empáticos

Así define la RAE, en su segunda acepción, el término empatía: “Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”.

Era comprensible que mis amigos de la universidad pusieran pies en polvorosa, pero en ese entonces yo no lo entendía. Mi comportamiento inusual, fuera de la norma, y mis “rarezas”, se volvían intolerables y de seguro amenazadores.     

A lo largo de la vida, a veces de repente y otras no tanto, “caen veintes” (si nuestro ser consciente despierta y les da cabida, resulta interesante). Algunos insisten en robar cámara; uno de ellos, con afán protagónico, está empeñado en rondar mi mente, así que llegamos a un acuerdo y concluimos: por más que intentemos ponernos en los zapatos del otro, es casi imposible comprender lo que la experiencia le concede a una persona con aguijones y cardenales que horadan su carne.  

Será el sereno y se podrá tener la voluntad, pero jamás se sentirá como cuando la piel absorbe, con cada uno de sus poros, eso que la mantiene en vilo; y sucede que lo toca, lo suda, lo paladea, lo teme, lo duele, y no es susceptible de expulsarlo ni acaso despegarlo. Es como engrudo adherido a un cuerpo laberíntico, donde las entradas y salidas desembocan en una pared de ladrillos rojos con alambre de púas y sellos de cemento.

Pongo tres ejemplos:

Siempre me quedaré corta frente al miedo anticipatorio, la angustia y el desasosiego que provocan los terremotos en México, por la simple y llana razón de que, en los dos más destructivos —1985 y 2017—, estuve dentro de una casa, en una zona de la ciudad donde los sismos son menos inclementes. Incluso siendo empática, no viví la experiencia ni la registré como miles de personas que duermen con la herida abierta.    

Decidí no ser mamá, o sea, no tengo la capacidad de experimentar lo que tantísimas mujeres que alimentan, cuidan y estimulan a una simiente que en menos de un año querrá salir porque le empieza a quedar chico el vientre materno.

¿Puede meterse en la piel del “tocado” quien no ha padecido TOC? Yo soy capaz de explicar el trastorno y de ofrecer antecedentes, no solo como paciente, sino como testigo omnisciente; además, se hace patente en la convivencia; también comparto que la evolución, satisfactoria, me hace un ente funcional; vaya, cabe hasta la posibilidad de reírme de mí misma y dar una probada del fluir de mi conciencia en Las penas con pan… y gel. Comoquiera, hay un pero: el espacio es estrecho cuando se negocia con una cabeza rebelde y desgreñada.  

Entonces, con mayor aplomo, aunque sin oponer resistencia, entran en escena un cubrebocas, una servilleta que tapa los lamparones de una silla de tela, un pedazo de papel que sale volando después de abrir la puerta de un baño, alcohol para desinfectar una cabellera a la que le cayeron dos gotas de agua de un techo de lona de tianguis, spray para rociar el casi insignificante roce de un basurero, lavado de manos después de acariciar (mero compromiso) a un perro peludo blanco de sospechoso color grisáceo, etcétera.

Sépanlo, y no es queja: los resabios del Trastorno Obsesivo Compulsivo sí limitan. Ante tal desmadre, puedo caminar con las chanclas de alguien, ponerme en su pellejo, si acaso decide darse la vuelta y emprender el saludable retorno al paraíso del “aquí no pasa nada” para huir del trajín cotidiano de una mente “tocada”, que ya no “tomada”.             

Ciao!

Despedidas

Entramos por distintas puertas, aunque al mismo tiempo. Como casi siempre, llegué a oscuras y gustándome la penumbra; por eso dos de mis sobrenombres son búho y murciélago. Íbamos a la cocina. Vi formas informes, pues suelo caminar sin anteojos por espacios conocidos. Distinguí un plato hondo de barro, pequeño, con algo negruzco dentro:

—¿Qué traes ahí?, ¿qué haces?

—…

—No vayas a quemar la casa…

—¡N’ombre!

Prendió el trozo de carbón, que, dijo, “ya no es como antes”, y esperó a que cediera la flama. Después sacó copal de una bolsa de plástico y lo puso en la lumbre. Observamos cómo se empezaba a quemar. (Si algo me gusta de las iglesias, que no frecuento, es el olor a incienso. Mientras más aromático y perceptible, mejor.) Después, los soplidos mitigaron la llama y avivaron el humo.    

La ofrenda, toditita montada por ella, estaba en medio de una sala casi vacía, donde aún quedan un par de sillones, libros y algunos objetos. Todo en el suelo. Acarreó el plato y entró por el comedor seco de muebles. Había retratos, cempasúchil, papel picado, pan de muerto, manzanas, tequila, ron, una veladora al pie del altar y un puro.    

Entonces, sin decir agua va, empezó. Se propuso sahumar la ofrenda. Regaló unas palabras a los muertos presentes antes de pasarme el barro. También les hablé, y lo hice convencida de que me escuchaban.

Lo que inició como una “coincidencia”, que no lo fue, se convirtió en un significativo deambular por toda la casa, tanto en el interior como en el patio que la rodea. Dos mujeres compartimos un recorrido al que luego, después de sentir, intentamos bautizar —decía Borges que “Detrás del nombre hay lo que no se nombra […]”—: paz, contento, tranquilidad, agradecimiento, comunión.

Coincidimos, eso sí, en que se traslucía la despedida. Quizás en el fondo, mientras caminábamos absortas por el sahumerio blanquecino, cambiantes ritmo y cabriolas, en San Pablo de los Remedios se enhebraba el sereno adiós de don Chema, padre, abuelo y bisabuelo, cuya presencia habría que incluir en un devoto y tradicional Altar de Muertos.           

Mal y de malas

“Así ha sido siempre”…

Si dos personas pelean, patalean y forcejean, ¿qué esperamos cuando se trata de naciones, de pueblos que a costa de lo que sea defienden su fe, territorio, creencias, limpieza de sangre, raza, color y supuestos derechos inmemoriales?

Me viene a la mente una escena del paleolítico:

—Mío, yo cazar.

—No, mío, yo encontrar animal.

—Mi fuerza matar, ser mío.

—Si dejar, llevar a tribu.

La mujer del primer cazador, encueros y envalentonada, le asesta un mazazo en la cabeza al segundo y lo deja sembrado. Esa noche su gente podrá comer, con todo y el muerto que se cargó. Respecto a la venganza, dejémosla por la paz.  

No sé ustedes, pero siento que la violencia y el odio están en su apogeo. Además, el planeta de la instantaneidad nos atasca de información en segundos. Varias veces escuché a mi papá decir que los humanos éramos capaces tanto de hacer el mayor bien, cuanto de cometer el mayor mal: Médicos sin Fronteras y la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, por un lado, y el Holocausto y el conflicto palestino-israelí, por otro.

El estado de ebullición, percibo, se ha exacerbado. La muerte anda sin correa. Los muertos se apilan y las víctimas del terror se multiplican. Llámense Ucrania, México, Gaza, Ecuador, Nagorno Karabaj, Nicaragua, Sudán del Sur, Israel, Rusia, Estados Unidos —antier, tiroteo en Maine con saldo de 18 muertos—.

Se habla de civiles caídos como si fueran chícharos que hay que pelar y moler para preparar una sopa. Detrás, marejadas de egoísmo, compasión menguante e insensibilidad de “líderes” que salivan por el poder y por configurar la geopolítica que convenga a sus intereses y atempere su ambición.

El 25 de octubre, los que tuvimos el privilegio de quedar secos y amanecer cobijados, atestiguamos, de lejitos, la fiereza con la que Otis barrió y despedazó calles, cerros, carreteras, autos, árboles, vidrios, camas, techos, personas.

El huracán categoría 5 llegó con una nueva puesta en escena del narcisista de Palacio Nacional. Ávido de la mirada ajena, tenía que robarle a la devastación parte de sus reflectores. Si no, ¿para qué aventarse el drama de irse por tierra? La gente le advertía que no había paso; sin embargo, con característica testarudez, continuó su farfolla en el jeep militar 0500027, que quedó atascado en el fango.

En sus perennes intentos por “despistar al adversario”, ha dicho que no le gusta salir en la foto, pero se puso bien en el ojo, trajeado, y dio sus pasitos en el lodazal ayudado por el general Sandoval. Ese mismo psicópata funcional, después de horas de llevar agua a su molino, regresó en helicóptero.

Cuando despertamos, seguía en la mañanera.       

El contraste y las diferencias son insondables: escribo desde un lugar seguro. Qué fortuna, porque allá afuera caen bombas y misiles y hay arsenales que revientan las vísceras a quemarropa. Hoy el pan de cada día se convierte en cuerpos desmembrados; en personas que desaparecen sin dejar rastro; en masas de carne acumuladas en fosas comunes; en despojos que persiguen su derecho a vivir; en berrinches de poderosos con nula empatía; en odios e inquinas que siguen en brama; en la furia de una naturaleza que clama por espacios que nunca, ni a puntapiés, podrá recuperar.

¿Homo sapiens?

Hasta la próxima.         

Es negra blandura

“[…] por ser una característica de la depresión el ir de amigo en amigo como un náufrago va de boya en boya, aunque sin dejarlo saber jamás, sin agradecerlo siquiera, sólo náufragamente, que es así como vive y va por el mundo quien sufre una buena depresión”. Alfredo Bryce Echenique, cuya pluma peruana, en ese entonces, asía con desesperación —¿y esperanza?— un frasco de Tranquilizante-1000.  

El tipo de fuente llama la atención. Se trata de un comunicado de prensa de la Organización Mundial de la Salud, publicado el 17 de junio de 2021: “Una de cada 100 muertes es por suicidio”.

La depresión, que no debe confundirse con la tristeza, se empeña en rondar a los suicidas. Quienes la hemos padecido sabemos que las palabras de William Styron dieron en el clavo: visible oscuridad. La forma de expresarlo es perfecta. Estemos donde estemos, pensemos lo que pensemos, intentemos lo que intentemos, esperemos cuanto esperemos —si acaso esperamos—, el negro es letal.

Negro que envuelve, aprisiona, muerde y mata. Nada interesa. Todo es irrelevante. Se difumina lo que gustaba. Despertares angustiosos apenas abrir los ojos. Miedo a cada segundo de la otrora llevadera cotidianidad. Horizonte sinrazón. Cualquier motivo muere a quemarropa. Barrotes helados circundan a una mente en agonía. El desánimo y la languidez devoran la posibilidad de luz y color.   

Visto el negro, pero no desde la negrura. Lo encaro a partir de los grises ya muy matizados que mes a mes se defienden de la locura. Sirve como llamada de atención para los muchos que callan y sotierran. También hay la certeza de que en más de medio siglo de esgrima mental se agazapa el deseo de vida.

Hasta pronto.

https://www.vanityfair.com/magazine/1989/12/styron198912